
En la cárcel
—Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo
resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien y lo
peor es que ese alguien era mi marido—me confía con serenidad mi nueva compañera de
celda.
— ¿Estás aquí por matarlo a él, verdad?—le pregunto con ansiedad.
—Así es, mi vida con él en el rancho se había convertido en el infierno mismo—lo dice
acomodándose, y me parece que va para largo.
— ¿Dónde vivían?
—En Mendoza, cerca de las bodegas, la bendita tierra del sol y del buen vino—responde con
ironía.
— ¡Qué hermoso!— le digo mientras veo internamente las montañas enormes con los picos
nevados—yo soy de la capital, caí por traficar drogas.
Nos quedamos en silencio varios minutos, no me animo a preguntar más. Ella me clava
unos ojos desorbitados que me atemorizan en parte. Nunca compartí celda con una asesina
aunque me pregunto si matar a un marido así es un delito tan grave. Luego de dar unas
vueltas reconociendo el lugar, inicia su monólogo. No me había equivocado, ella tenía ganas
de contarme todo y yo, suficiente tiempo para escucharla.
—Los primeros años los hijos constituyeron un motivo de alegría, aquello fue antes, cuando
éramos más jóvenes y todavía el amor no se había evaporado. ¡Hasta el calor de las siestas
se sentía más suave en el rancho cuando aprovechábamos la hora de descanso para
amarnos! El tiempo hizo lo suyo, los hijos crecieron y se fueron. Quedamos solos, en ese
tiempo empezó mi calvario. Ronquidos, malos tratos, su aliento hediondo, borracheras
violentas y vómitos asquerosos en las sábanas. ¡Cuántas noches lo dejé solo durmiendo en
su propia inmundicia!
Mi nueva compañera vuelve a clavarme los ojos, parece que vigila mi expresión y sigue.
—Fue una de esas veces, en que, acostada sobre la tierra en el silencio hondo de una noche
sin luna tomé la decisión. Me imaginé sola en el rancho, durmiendo sobre las sábanas limpias
en un ambiente fresco y perfumado.
Mientras lo dice acaricia con cariño una cama imaginaria, se ausenta su mirada y toda su
cara es una mueca de ensueño. De repente cambia la voz, no me habla a mí sino a sí misma.
—O, tal vez, ¿quién te dice Beatriz? Quizá venga otro a ocupar su lugar. Uno que no se
pierda bebiendo. Seguramente, durante la próxima cosecha serán, como siempre, muchos los
que vengan. Vendrán jóvenes y fuertes, por la noche cansados del trabajo, ansiando también
compartir una cama limpia. ¿Y el boticario del pueblo, Beti? ¿Te agrada él? Fue muy amable
cuando le pediste consejo para matar a las culebras. ¿Pero ahora lo odias mucho, verdad?
¿Cuál es tu sensación más fuerte? ¿Beti, no quieres decírmelo? ¿Lo sabes o no? Te había
gustado el boticario, ¿verdad? Y estaba solo, te lo dijo varias veces.
Beatriz, ahora sé su nombre, vuelve a hacer una pausa, retorna a su tono anterior y continúa
la historia como si otra mujer que llevara dentro la hubiera interrumpido para pedirle una
aclaración sobre algo para lo que no tenía respuesta.
—Me levanté al clarear, justo con el primer rayo de sol, y comencé las tareas de todos los
días. Bombear el agua, dar de comer a los animales, ordeñar la vaca y despertar al Julio. No
sin protestar, él se levantó, se aseó, se alimentó sin articular palabra, montó su caballo y
partió. Cuando desapareció de mi vista tragado por el polvo, comencé a celebrar
interiormente. Me puse la ropa de domingo y me encaminé hacia el pueblo. El boticario me
estaba esperando para cerrar nuestro trato. Acicalado y perfumado, parecía joven, me
condujo hacia la habitación del fondo. “Unos gramitos de estricnina y molestia resuelta, sea
reptante o con dos patas.” Cuando lo dijo, temblé, pensé que adivinaba mis intenciones,
¿presentía, acaso, que yo no buscaba matar culebras? Seguro bromeaba, se encontraba
contento de que me acostara con él a cambio de un poco de veneno. Yo disfruté mucho,
resultó un amante inolvidable, sentí que se me suavizaba la piel entre sus manos delicadas,
me hizo volar de placer. Y ¡sus sábanas! Limpias, blanquísimas y el lavabo resplandeciente y
la mesa con la lámpara de luz suave y ¡un jarrón repleto de rosas frescas! Todo eso
compraría yo cuando cobrara el seguro por la muerte de mi marido. Nos vestimos, me entregó
el veneno de nombre difícil y volví al rancho. Con el último rayo de sol, el Julio volvió a casa.
Yo lo esperaba con el vaso de gaseosa, la de siempre, sólo que le había puesto el veneno.
Me quedé observando, sin tristeza ni remordimiento, me gustaba verlo y saber que bebía por
última vez.
Beatriz hace una pausa larga, gestos, sonidos y mímica de quien bebe a sorbos grandes,
repite que sólo quería unas sábanas blancas y una mesa con luz suave, baila la frase
mientras canturrea con ritmo afligido. Después me empuja violentamente contra la pared,
comienza a golpearme, clava sus ojos como puñales en los míos, sus uñas lastiman mi cuello
y me amenaza.
—Prométeme—me grita—prométeme que me ayudarás a apuñalar al soplón del boticario que
apareció con la policía en el rancho justo en el momento en que yo desaparecía al Julio.
Este relato mío está incluído en
“Consignas para escritores” de Jorge Eduardo Benavides
cuya fotografía está arriba del texto.
Realizar el taller online que se transformó en libro
fue una experiencia
plena de riqueza.